LA LEY INTEGRAL PARA LA IGUALDAD DE TRATO Y LA NO DISCRIMINACIÓN: UNA REGULACIÓN NECESARIA CON UN PROBLEMA GRAVE DE ENFOQUE

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 LA LEY INTEGRAL PARA LA IGUALDAD DE TRATO Y LA NO DISCRIMINACIÓN: UNA REGULACIÓN NECESARIA CON UN PROBLEMA GRAVE DE ENFOQUE

 

ANTONIO ÁLVAREZ DEL CUVILLO

Profesor Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social

Universidad de Cádiz

En el BOE de 13 de julio de 2022 aparece publicada la “Ley 15/2022, de 12 de julio, integral para la igualdad de trato y la no discriminación” (acompañada por la LO 6/2022 de 12 de julio que modifica el Código Penal). Esta ley se denomina “integral” porque establece un marco general para la aplicación de la prohibición de discriminación a todas las causas posibles, abordando, por tanto, una importante carencia que tenía hasta el momento el ordenamiento jurídico español. Ciertamente, nuestro sistema contaba ya con una regulación bastante completa en lo relativo a la igualdad entre mujeres y hombres y a los derechos de las personas con discapacidad. En cambio, respecto al resto de las causas de discriminación, la regulación era claramente insuficiente, dispersa y asistemática, en gran medida debido a la deficiente transposición de las Directivas 2000/43/CE y 2000/78/CE a través de algunos preceptos aislados en una discreta ley de acompañamiento a los Presupuestos. A mi juicio, la nueva norma cumple a grandes rasgos con el propósito de establecer un marco regulatorio básico de la normativa antidiscriminatoria y solo por ello debe valorarse positivamente, a pesar de que adolezca de un problema de enfoque, que comentaré en los últimos párrafos y que podría acarrear graves consecuencias. Sin duda existen muchos elementos del contenido de esta ley que merecen un análisis en profundidad, pero en este breve comentario “de urgencia”, por motivos de espacio solamente me voy a detener en los aspectos generales previstos en los primeros artículos de su parte dispositiva y, en realidad, solo en aquellos que me han resultado más llamativos en una primera lectura.

A este respecto resulta destacable la ampliación del elenco de causas de discriminación (art. 2.1), que, por cierto, hubiera sido oportuno traspasar a la LISOS, dados los límites que impone el principio de tipicidad al derecho sancionador. Para los laboralistas resulta de especial interés la inclusión de la enfermedad o condición de salud -sin más matices- como causa de discriminación (arts. 2.1 y 3), dado que, a primera vista, zanja la polémica  sobre la calificación del despido de los trabajadores por encontrarse en incapacidad temporal, aunque no se refiera expresamente a esta problemática. Con ello se alcanza, a mi juicio, un resultado materialmente deseable, pero a costa de banalizar el concepto de discriminación para confundirlo con el de injusticia.

Por otra parte, es muy apropiado que se hayan recogido expresamente determinadas categorías doctrinales y jurisprudenciales, como la discriminación por asociación o por error, múltiple o interseccional (art. 6), que indudablemente necesitaban de una referencia normativa para facilitar su conocimiento y aplicación por parte de los operadores jurídicos. De cualquier modo, las previsiones generales que podrían resultar más significativas si los operadores jurídicos las asumen con seriedad, son el establecimiento de un principio general de transversalidad (art. 4.3) y el mandato de interpretar las normas de modo que se maximice  la eficacia de la protección de los grupos vulnerables (art. 7), que se alejan del paradigma individualista para conectar con la dimensión social del concepto de discriminación. Resulta especialmente interesante reflexionar sobre la concreción de este nuevo principio de transversalidad, porque su aplicación efectiva, para ser operativa, debe enfocarse en determinados grupos vulnerables identificados en relación con cada contexto de aplicación y no en cualquier circunstancia personal o social que sea concebible en abstracto. Por este motivo, no parece que el funcionamiento de este principio haya de ser idéntico al de la transversalidad de género, que afecta siempre a todos los ámbitos de la sociedad porque las mujeres no constituyen una minoría en términos cuantitativos, sino que componen aproximadamente la mitad de la población.

Ahora bien, para mí el problema fundamental de la ley es que no consigue definir con precisión en qué consiste la “prohibición de discriminación”, diferenciándola netamente del principio de igualdad en sentido estricto. Siguiendo la pauta de las directivas de la UE, que en este punto se transponen de manera mimética, la ley no establece en ningún momento un concepto general de discriminación, sino que simplemente define sus modalidades, esto es,  la discriminación directa y la indirecta (art. 6). Además, la noción de discriminación directa aparece desconectada de las desigualdades estructurales entre los grupos humanos, por lo que, en último término el texto tiene que recurrir, al igual que las directivas, a la exigencia de un término de comparación para delimitar la conducta prohibida, lo que a menudo resulta forzado (por ejemplo, en el acoso discriminatorio, el despido por embarazo o las represalias por ejercer derechos de conciliación). Por otra parte, al contrario que en las directivas de la UE, en el art. 2.1 de esta ley se establece una cláusula abierta similar a la del texto constitucional (“por cualquier otra condición o circunstancia personal o social”), de modo que resulta esencial introducir algún criterio que permita identificar cómo se determinan estas circunstancias, pues, de lo contrario, la prohibición de discriminación se terminaría disolviendo en el principio de igualdad. Este criterio, a mi juicio, no puede ser otro que su potencial segregador, esto es, la capacidad de estas categorías sociales para situar a los grupos humanos definidos por ellas y a las personas adscritas a estos grupos en una posición sistemática de subordinación o exclusión.

Este error teórico desencadena consecuencias prácticas muy graves en la desafortunada mención que se hace a la justificación de la diferencia de trato (arts. 2.2 y 4.2). Este esquema justificativo se desgaja del concepto de discriminación indirecta del que proviene en el texto de las directivas, por lo que parece aplicable también a las discriminaciones directas, lo que en la normativa de la UE, a grandes rasgos, solo se admite respecto a la discriminación por razón de edad. Desde una perspectiva constitucional, la prohibición de discriminación no es un principio de maximización potencialmente ilimitado que deba conciliarse con otros intereses dignos de protección, como sucede con el principio general de igualdad o con el derecho a la intimidad, sino un mandato taxativo, como la prohibición de tortura. No existe, por tanto, un nivel de discriminación que resulte aceptable para garantizar otros bienes jurídicos, porque la discriminación no puede “prevalecer” en ningún caso (art. 14 CE).

Por consiguiente, lo relevante no es el juicio de ponderación, sino que el concepto de discriminación se delimite de manera adecuada. Si esa delimitación implica algún tipo de justificación de la diferencia de trato (que no de la discriminación), como sucede en el esquema de la discriminación indirecta, es necesario partir de una noción clara de lo que es la discriminación para que funcione correctamente. De lo contrario la ponderación podrá convertirse simplemente en un mecanismo para justificar los prejuicios del momento o los intereses de los grupos más poderosos, de modo que, cuanto mayor sea la vulnerabilidad de las personas o colectivos afectados, más “justificada” estará, paradójicamente, la diferencia de trato. Por ejemplo, a través de esquemas de justificación de este tipo es como el Tribunal Supremo norteamericano admitió en su día que recluir a la población de origen japonés en campos de concentración no era discriminatorio, porque el interés militar en el contexto de la guerra mundial resultaba predominante. De momento, la jurisprudencia no admite que el interés económico empresarial permita justificar tratamientos discriminatorios en el ámbito laboral, al contrario de lo que sucede con los derechos fundamentales que operan como principios de maximización y que, por tanto, pueden manifestarse en distintos grados de intensidad. Sin embargo, el establecimiento de un esquema de justificación genérico que aparentemente se aplica incluso a la adscripción directa a los grupos victimizados supone un riesgo muy importante en este sentido. Indudablemente, hay casos en los que distinciones que aparentemente se relacionan directamente con las causas de discriminación resultan, sin embargo, legítimas (así, las medidas de acción positiva o la imposibilidad de que una persona invidente trabaje conduciendo autobuses). Pero esos supuestos solo pueden abordarse cabalmente si contamos con una buena definición de lo que constituye discriminación y creo que esta ley integral, a pesar de sus elementos positivos, ha fracasado en este punto.