Manuel Álvarez de la Rosa, el hermano que no tuve
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Manuel Álvarez de la Rosa, el hermano que no tuve[1]
Si no siempre entendidos [los libros], siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos.
Manuel Álvarez de la Rosa, profesor, abogado y amigo entrañable, persona principal en el proyecto y desarrollo de Trabajo y Derecho ―con la misma cita de Quevedo abría cada mes la sección de libros a su cargo que ahora no puedo por menos que hacer cabecera de este texto― nos ha dejado para siempre. En realidad, si bien se mira, y así lo creo, no lo ha hecho con nosotros, ni con su familia naturalmente, ni con el resto de sus amigos y discípulos, ni con los muchos alumnos y lectores que ha tenido ―demasiados somos todos para pensar que lo haya podido hacer―, pues siempre ha de estar ahí, él mismo, con su bonhomía, sabiduría y honradez para recordarnos que seguirá siempre presente en el lugar de privilegio que nuestros corazones y memorias reservan para los elegidos.
Se ha ido, eso sí, del mundo de los vivos, que solo es una manera de irse, la más traumática e inmoral desde luego. Y lo hacía el pasado día 2 de noviembre, jueves, en su Santa Cruz de Tenerife natal, tras una enfermedad que lo había sujetado al final a su destino, a su fatum particular. Hacía un mes que contaba con 81 años de edad. Había nacido el 2 de octubre de 1942.
Nada hacía suponer, sin embargo, poco más de un año antes, que habría de ser así, tan pronto, cuando los dos nos despedíamos de los lectores de nuestro Derecho del Trabajo, en el prólogo de la trigésima y última edición de la obra, de acuerdo a una decisión meditada hacía tiempo, y por lo tanto sin vuelta atrás, con arreglo a la cual concluía de modo voluntario, y a pesar de la protesta amable de nuestro editor, que se empeñaba en que no fuese así, una obra viva nada menos que durante tres décadas de comparecencia anual (1993-2022) y treinta ediciones revisadas en profundidad a la espalda. Habíamos llegado a compartir en este quehacer, pocas dudas cabían de ello, una “vida entera”.
Creíamos con sinceridad en aquel momento que había llegado el punto final para aquellas páginas. La ocasión perfecta, por decirlo de otro modo, de «salir de escena con dignidad». Y ello era así, nos parecía y lo referíamos de modo expreso, «cuando los dos autores nos encontramos por fortuna en una madurez razonable de actividad intelectual», tal cual, sin que hubiera que ocultar, eso sí, «el desgaste acumulado tras una brega larga y constante en favor de la inteligencia y explicación general de un ordenamiento jurídico que, como el laboral, se muestra cada vez más esquivo y desordenado». No había más razones para ello, por lo tanto, que la creencia compartida de que, llegados a esa vuelta del camino, se había cumplido con creces nuestro ciclo. Por lo que nos permitíamos exhortar a los lectores para que disfrutaran de la obra en su versión final, que habría de pertenecer en adelante, por qué no, «al dominio de coleccionistas y acaparadores de este tipo de libros».
Y, sin embargo, todo habría de precipitarse para él del modo más cruel. Todavía el mismo día de su ochenta y un cumpleaños pudimos mantener, al tiempo que lo felicitaba e ironizaba con cariño acerca de su longeva madurez —y, a cambio, ¡qué decir de la mía! —, una conversación razonable, en la que como siempre no faltó alguna referencia literaria de actualidad, así como la promesa de vernos en Madrid para un almuerzo tan pronto como le fuera posible, aunque es verdad que ya acusaba un quebranto en su firmeza.
La noticia de su fallecimiento me cogió en Washington, llevada aquel negro despertar de la mano de decenas de mensajes que podían ser reconducidos a uno solo, abrasivo e insoportable por igual: Manuel Álvarez de la Rosa había fallecido esa mañana. La diferencia horaria entre los dos puntos de la comunicación había jugado su baza, acaso con complaciente benevolencia para que yo no lo supiera al instante y detener así por unas horas ― ¡vana ilusión! ― la hemorragia del dolor que se sabía seguro y pronto. Y no por esperada desde hacía días, es verdad, el impacto de la mala nueva habría de ser menos brutal e inmisericorde para mi ánimo.
Dos días antes de mi marcha a Estados Unidos fui a verlo a su casa de Santa Cruz, en viaje de ida y vuelta en el día desde Salamanca. Antes había hablado con Nani, su esposa, y con su hija Margarita, médico, quienes me pusieron al tanto de la última evolución de su dolencia grave. También con su hermano Antonio, que se encontraba en Málaga, donde reside. Por lo que habría de suceder muy pronto, aquel encuentro emocionante no fue otra cosa que una luminosa despedida —así tenida por mí, cuando decidí con urgencia este viaje—, tan triste como necesaria, tan obligada como pacificadora. Él estaba consciente y se alegró mucho al vernos, pues Margarita Ramos y Gloria Rojas tuvieron a bien desde allí que fuéramos juntos, lo que mucho me alegró. Diego, su hijo, y Teresa, su nuera, nos atendieron en la casa con cariño durante el rato de nuestra permanencia. No largo fue este, por fuerza, ya que nuestro amigo daba muestras de quebranto en manos de su cuidadora.
Manuel Álvarez de la Rosa ha sido, sin la menor reserva, y con toda la formalidad que se quiera, el hermano que no tuve. Él sí lo ha tenido, ya referido y buen amigo. Lo he dicho alguna vez en público, pero es esta por desgracia la ocasión en la que este vínculo del alma debe quedar solemnizado para siempre, sentido por mí como si yo mismo hubiera nacido, junto a ellos, en el barrio santacrucero de El Toscal. Él lo había hecho allí algunos años antes que yo en Madrid. Y ha sido mi hermano, porque, desde aquel lejano 1979 en que me incorporaba como catedrático a la Universidad de La Laguna, donde él ya estaba en coexistencia con su condición de abogado, han sido grandes, intensos y buscados los vínculos personales que hemos construido. Muchas las vivencias, las confidencias, los actos académicos y viajes compartidos, los almuerzos, las veladas, las conversaciones, las entregas recíprocas, el manual, la cultura y la política. Los vinos. Europa y América, Tenerife, Canarias, Salamanca. Todas las coincidencias en valores, ideas y gustos ―salvo, debo decirlo, su pasión por el general De Gaulle, que por cierto quedaba expresado en su magnífico De Gaulle, un retrato de Francia, 2006―, y nuestro amor por la Literatura, nuestra condición secante de letraheridos, estos sí, a la cabeza.
Pues si, en tal caso, no ha sido un hermano del alma después de tanto tiempo alimentada al minuto esta condición, ¿qué es lo que en realidad este hombre ha sido para mí?…
Y no ha podido haber otra argamasa más acabada para todo ello que el proyecto y ejecución de nuestro Derecho del Trabajo, ya mencionado. Esta obra fue lógicamente la expresión de opciones propias y compartidas, no solo acerca de la configuración conceptual de la disciplina, de sus señas de identidad materiales y de su función social, sino es claro que también sobre las decisiones de carácter metodológico que hacen singular una obra científica. De este modo, si todo tratado o manual se ofrece como la prolongación instrumental de apoyo a la docencia de un determinado programa, sin que por ello sea coincidente con otros ya asentados en la oferta editorial, el nuestro se propuso desde el principio hacer pública y aportar al debate académico especializado la particular concepción que los autores mantuvimos de consuno sobre el asunto.
Manuel Álvarez de la Rosa, que llegó a atesorar una inmensa cultura que exhibía con gracejo tan pronto como prolongaba sus conversaciones, fue catedrático de Derecho del trabajo de la Universidad de La Laguna, de la que habría de obtener en 2019 su Medalla de Oro en atención a los muchos méritos de relevancia que conseguía alcanzar a lo largo de una actividad académica y profesional larga y pletórica en logros y reconocimiento y en cuya ceremonia de entrega me cupo el honor de estar presente. En esta universidad estudio Derecho, se doctoró en este saber en 1982 y en ella ha dedicado cuatro décadas y media a la docencia e investigación de su disciplina, el Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social ⸺queden así unidos para siempre, profesor y materia, por sabido que fuerte⸺, como catedrático de universidad desde 1991 —la resolución de la Universidad de La Laguna de 5 de abril de 1991, BOE de 1-5, procedía a su nombramiento en virtud de concurso—. Y en la que llegó a ser secretario general durante cinco años.
Es autor de una obra escrita extensa y variada que rezuma por doquier cultura, sabiduría y racionalidad. Ha dedicado su reflexión permanente ―lo resaltaba la profesora Margarita Ramos Quintana en la laudatio que precedió a la entrega de aquella medalla y cuya pieza oratoria estuvo precisamente a su cargo― a dotar a la disciplina que profesaba de categorías y construcciones que han estado siempre al servicio de la libertad y la justicia social.
Por el observatorio de su reflexión más atenta han pasado, más allá de sus numerosas contribuciones a otros asuntos singulares, de las que han emanado libros principales —Invalidez permanente y seguridad social (1982), Pactos indemnizatorios en la extinción del contrato de trabajo (1990), o, en fin, por citar tal vez los de mayor proyección, La organización del sindicato en los lugares de trabajo (1991)—, estudios capitales para la inteligencia de la disciplina. Por lo pronto, acerca de sus presupuestos conceptuales ―El valor de la igualdad y el Derecho del Trabajo, 2020―. O de su institución central, el contrato de trabajo ―La construcción jurídica del contrato de trabajo, 2011, 2.ª ed. revisada y ampliada 2014―, cuya agenda oculta lograba desvelar a partir de la historia de las ideas políticas sobre el trabajo asalariado ―D´Allarde, Le Chapelier, Domat, Pothier, Saint-Simon, Tocqueville o Marx―, de su fundamentación teórica como realidad social explicativa del modo de vida contemporáneo, al hilo de las transformaciones institucionales del capitalismo
Álvarez de la Rosa ha sido, además, cabeza de una importante escuela canaria de laboralistas en la Universidad de La Laguna —lo recordaba precisamente con acierto estos días la profesora Dulce Cairós, decana de su Facultad de Derecho y una de sus discípulas destacadas— que ha proyectado su quehacer e influencia más allá del ámbito nacional, cuyos nombres y densidad doctrinal están en la mente de todos.
Fue asimismo un abogado brillante, cuyo ejercicio profesional continuado le confirió una madurez discursiva, un modo de hablar persuasivo y eficaz, del que se benefició su mucha actividad docente, aunque en realidad ambas ⸺abogacía y docencia⸺ habrían de hacerlo mutuamente. Su modo de comunicar ha destacado siempre por la claridad, la concisión y la lógica. Y notables fueron sus contribuciones en este ámbito. Recuerdo ahora, por ejemplo, su participación decisiva en la reforma portuaria de la Sociedad Estatal de Estiba de Santa Cruz de Tenerife, con una extraordinaria proyección nacional del caso.
Y se implicó con esfuerzo, cuando fue necesario, en la construcción de las bases institucionales de la comunidad autónoma de Canarias, desde su cargo de consejero de Presidencia en el primer Gobierno socialista de Jerónimo Saavedra, entre 1983 y 1987. En él asumió un papel decisivo en el desarrollo legislativo y reglamentario del Estatuto de Autonomía de la comunidad. Incluso intentó después la alcaldía de Santa Cruz, a la cabeza de una lista electoral del PSC-PSOE.
Por encima de todo eso, que no deja de ser mucho, Manuel Álvarez de la Rosa ha sido un hombre bueno, en el sentido machadiano de la palabra y en el de cualquier otro significado posible, que llegó a hacer de la cortesía y la elegancia señas permanentes de su naturaleza y comportamiento. Un hombre abierto y comprometido con los valores de igualdad y socialdemocracia. Razonador y razonable, tolerante y comprensivo.
Amigo de todos, desde su condición de miembro del consejo de redacción de Trabajo y Derecho y encargado de modo singular de su sección de Libros ―ya me he referido a esto al principio―, su pérdida nos anonada en búsqueda de explicaciones que no llegan, nos inscribe en el territorio de la tristeza infinita. La revista habrá de proseguir en su búsqueda de perfección, él estaba plenamente implicado en este propósito y nos lo pediría si pudiera ―hagámoslo también por él―. Trabajo y Derecho tiene hoy luto en el alma, lo tienen Margarita Ramos, Wilfredo Sanguineti, Juan Bautista Vivero, Enrique Cabero y Jesús Mercader, y lo tengo yo que escribo estas palabras. La dirección y el consejo de la revista en pleno, del que él formaba parte desde el primer día.
Hacemos llegar, por ello, nuestro dolor y condolencia sentidos a su esposa, María Fernanda Rodríguez, y a sus hijos, Miriam, Margarita y Diego, a su hermano Antonio, a sus nietos. A los demás familiares, a sus amigos innumerables, a sus discípulos, a los cultivadores del Derecho del Trabajo en los dos continentes que lo siguieron y admiraron. Y, en fin, a cuantos lo quisieron, que fueron una legión.
Soy consciente de modo pleno, para terminar, del particular punto de vista que he mantenido en este texto, personal y emocionado ⸺algo habría tenido que objetar al primer adjetivo, por lo demás, para este tipo de textos, mi adorado Javier Marías, y bien que lo hubiera sentido de haber ocurrido así, ¡ay!⸺, que ha sido seleccionado de modo consciente entre otros posibles y en el que he experimentado, por momentos y a dosis entrecruzadas, el desaliento y la certeza. Estas sensaciones han sido a la postre disipadas con alivio por la causa grande del amigo y la emoción intensa de su marcha.
Pero, créanme, estaba obligado a ello, sin que me parezca que pudiera haber sido de otro modo.
Manuel Carlos Palomeque
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[1] En primicia para la Asociación Española de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social (AEDTSS), este obituario será publicado en el número 108 de la revista Trabajo y Derecho, con la firma del profesor Manuel Carlos Palomeque, Catedrático (e) de Derecho del Trabajo de la Universidad de Salamanca y su director.